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lunes, 18 de agosto de 2014

¿Y las perdices de los cuentos?

El verano, un helado, una buen película, una romántia tarde, un abrazo, un beso apasionado, un suspiro, un camino, una tormenta... Todo, todo tiene final, finales tristes, esperados, alegres, repentinos... Pero finales al fin y al cabo. Mi final, y el tuyo; diría el nuestro pero nunca hubo un nosotros y me he prometido contar esto sin decir una mentira o algo que no sea del todo cierto. Ese dichoso final del que te hablo es el causante de que no pueda querer a otro como te he querido a ti, y te quiero, pese a todo. Y es el recuerdo el que me impide mirar a una persona fijamente a los ojos por el miedo de ver en ellos un brillo semejante al tuyo. Por miedo de torcer la boca en forma de media sonrisa como cuando tú lo hacías cuando me acercaba, o como cuando terminabas de separar tus labios de los míos y mantenías mi cara agarrada con tus manos impidiendo que me alejara a más de dos centímetros de ti. Y es que no quiero recordar momentos en cada carta que te escribo, pero acabo haciéndolo, y esta es la carta número veinticinco que no acabo por enviar, y que guardo doblada en foma de corazón al final del primer estante donde aún reposa el marco azul, pero sin foto, me he ahorrado ese sufrimiento, el de tener que verte cada noche dibujado en un papel de fotógrafía barato. Baratos eran los ratos a tu lado, aún que ahora a mi corazón le han costado mucho, no lo digo por el dinero que me gasto en pañuelos para que se suene cuando está resfriado, ya que ahora ahí dentro pasa mucho frío porque ya no tiene tu calor, solo quedan cenizas de una llama a la que repentinamente le han echado un cubo de agua frío por encima. Y así fue nuestro final, como el de esa llama, frío y repentino.

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